Lo que está ocurriendo en la OMC
NOTICIAS:  COMUNICADOS DE PRENSA 1998

PRESS/113
6 de octubre de 1998

“Algo más que una crisis financiera”

Se adjunta el texto del discurso que el Sr. Renato Ruggiero, Director General de la OMC, pronunció el 5 de octubre de 1998 en Nueva York ante el Consejo de Relaciones Internacionales.

I

Es para mí un gran placer, y he de decirlo ante todo, dirigirme a tan prestigiosa audiencia; en particular, en una coyuntura tan crítica de la economía mundial. Nos enseña la historia que muchas de las más altas visiones de la humanidad se alumbraron en momentos de adversidad. Desde la creación del sistema que, después de la guerra, se hizo surgir de entre sus cenizas, a la construcción europea y a la caída del Muro de Berlín, la gran lección de nuestra generación es que la imaginación y la esperanza han triunfado siempre sobre el escepticismo. Hoy nos enfrentamos a lo que el Presidente Clinton ha calificado como la crisis económica más grave de los 50 últimos años. Y aun así, esta crisis, para los Estados Unidos y otros países, debe ser también una ocasión de afrontar no ya los problemas del sistema financiero -que son inmediatos-, sino los retos, mucho más amplios, planteados por la revolución tecnológica y económica global que cunde a nuestro alrededor. Es bajo esta más vasta perspectiva desde la que deseo exponer hoy mis observaciones.

Son muchos los interrogantes que se han planteado -y seguirán planteándose- acerca de la actual crisis financiera. Pero tal vez el más desconcertante sea: ¿por qué sucede todo esto ahora, en el preciso momento en que creíamos haber encontrado tantas respuestas a los problemas mundiales?

Hace casi un decenio cayó el Muro de Berlín; lapso en el que la fe en la libertad -de elección, de mercados, de movimiento de mercancías, capitales e ideas- ha hecho impresionantes avances por todo el mundo: cuando el liderazgo de los Estados Unidos es casi incuestionado; cuando las economías avanzadas son más dinámicas de lo que lo han sido en decenios, y cuando el vasto mundo en desarrollo venía creciendo, hasta fechas muy recientes, cada vez más dinámico, a una tasa media anual del 6 por ciento a lo largo de los años noventa; cuando las barreras económicas que nos separaban se están reduciendo, si no eliminando, multilateralmente así como en extensos bloques regionales; y cuando los satélites, ordenadores y fibras ópticas están creando la realidad de una aldea electrónica global, con su enorme potencial para ampliar el círculo de modernización a Asia, América Latina y África, y no tan sólo a los pocos afortunados de Occidente.

¿Por qué con tan gran potencial para construir un mundo mejor nos encontramos hoy ante tan graves dificultades? La respuesta es, en parte: por arrogancia. La nueva economía global no es tan nueva que haya escapado a las leyes económicas de la gravedad. Existen todavía los ciclos comerciales, incluso en una forma más exagerada, debido a la velocidad del cambio y al grado de nuestra integración. Las imperfecciones del mercado -exceso de inversión, exceso de presión, exceso de oferta- no han desaparecido. Antes bien, han reaparecido a mayor escala. Sin duda, una de las mayores desgracias de la crisis actual es el supuesto de que el progreso de la economía mundial es inevitable - de que podíamos realizar la transición de la era de la guerra fría a una nueva era mundial de manera indolora y con escaso esfuerzo o imaginación por nuestra parte. Estábamos equivocados. Ese mundo en trance de mundialización es un mundo de inmensa promesa, pero también de inmensa complejidad y dificultad.

Que plantea el profundo desafío al que nos enfrentamos. Nunca hasta ahora ha avanzado la tecnología con tanta rapidez como en la actualidad - configurando una nueva economía global en el proceso. Hoy día se exporta una cuarta parte de la producción mundial, mientras que en 1950 la cifra era de tan sólo el 7 por ciento. En el caso de los países en desarrollo ese porcentaje es aún más elevado, de casi el 40 por ciento, lo que refleja su integración sin precedentes en la economía mundial. El capital circula por el mundo con mucha mayor rapidez y en volúmenes muchas veces superiores a los hasta ahora registrados: más de 1 billón de dólares en un solo día. Todo esto ha dado lugar a una economía mundial más interdependiente y abierta: con nuevas eficiencias, mayor riqueza y un nivel de vida más elevado para millones de personas. Ha originado también nuevas incertidumbres, nuevos riesgos, nuevos desafíos.

La cuestión es: “¿nos hemos adaptado a ese nuevo mundo?” ¿Se han puesto al día nuestros sistemas, nuestras políticas, nuestros planteamientos? A comienzos de siglo, construimos un marco de instituciones y políticas nacionales para facilitar la realización de todo el potencial que ofrecía la mayor libertad de los mercados nacionales: legislación bancaria, política de competencia, bienestar social, trabajo, salud y legislación de seguridad. A medida que cunde la lógica de la globalización, apremia la necesidad de adoptar políticas similares de ámbito internacional. El problema al que hoy nos enfrentamos es que estamos intentando abordar la economía global del próximo siglo con las instituciones y las políticas de un siglo que se extingue. La crisis actual demuestra que ya no podemos seguir ignorando esa realidad.

II

Pero no es ésta una tarea sencilla y sin dificultades. En primer lugar, la globalización está difuminando la distinción entre cuestiones nacionales e internacionales, redefiniendo -pero no suprimiendo- nuestras nociones tradicionales de soberanía. Como hemos visto el pasado año, la debilidad de los sistemas financieros nacionales puede tener ahora muy importantes repercusiones en todo el mundo. Y aun así, no existe un mecanismo sencillo que llegue al interior de las fronteras y contribuya a modificar esos aspectos y mejorarlos. Y es el caso que las finanzas no son en modo alguno el único ámbito normativo en el que la globalización está transformando lo que una vez fueran cuestiones nacionales en inquietudes globales. Los países tienen derecho a utilizar sus recursos como mejor estimen. Pero la secuela puede ser la lluvia ácida, los gases de invernadero o la deforestación … que a su vez afectan al ecosistema global, nuestro patrimonio común. Un ejemplo aún más manifiesto es el de los derechos humanos, que muchos países consideran como un asunto interno. Pero esa distinción es cada vez más difícil de sostener en el mundo actual, en el que no sólo el comercio está globalmente interconectado, sino también la información: donde la CNN, el Internet o las máquinas de fax transmiten sin esfuerzo imágenes e información a través de las fronteras de una manera que influye profundamente en el modo en que las naciones se perciben unas a otras.

Esto plantea un segundo reto de la era global. El comercio, las inversiones y la tecnología unen el mundo en que vivimos mediante lazos cada vez más estrechos, pero este mundo sigue teniendo diferentes sistemas, diferentes intereses y situaciones, con muy diferentes niveles de desarrollo. En el preciso momento en que necesitamos mayor cooperación y consenso, la comunidad internacional ya no es un acogedor club transatlántico, sino una verdadera comunidad global de intereses con docenas de nuevos, activos e importantes actores en la escena mundial … casi todos los cuales son países en desarrollo o economías en transición. A este entorno internacional más complejo viene a añadirse la creciente influencia de los intereses comerciales, inversores internacionales y organizaciones no gubernamentales que desempeñan actualmente un papel fundamental en la configuración de las relaciones transnacionales.

La crisis actual pone de manifiesto esas nuevas complejidades -y también las nuevas fricciones- de nuestro mundo interdependiente y plantea toda una serie de nuevos interrogantes sobre el modo de abordarlas. ¿Podemos mantener un sistema comercial estable sin un sistema financiero estable? ¿Podemos compaginar la necesidad del desarrollo sostenible con la necesidad de procurar a millones de seres un nivel de vida digno? ¿Podemos prever normas de trabajo compartido entre economías y sociedades muy diferentes? La interdependencia significa que debemos de hallar respuesta para todas esas cuestiones interconectadas de una manera más coherente y equilibrada. Pero la interdependencia significa también que existe la posibilidad de un mayor antagonismo así como de una mayor convergencia: la estrechez de los lazos también puede ser contraproducente.

Plantea esto un tercer desafío: muchas de las cuestiones económicas, ambientales e incluso sociales a las que nos enfrentamos son de naturaleza cada vez más global, pero nuestra política sigue siendo nacional. Nuestros dirigentes, representantes y funcionarios son responsables ante todo y sobre todo ante los electores nacionales … cuyos intereses son todavía, en gran parte, nacionales. Y, por el futuro previsible, el Estado-nación continuará siendo la única institución viable y legítima para expresar la voluntad democrática del pueblo. ¿Cómo resolver el potencial de tensión entre nuestros intereses y responsabilidades globales crecientes y nuestros asuntos nacionales, más estrechos? ¿Cómo movilizar el apoyo popular a los objetivos, políticas e instituciones mundiales? Y -y esto es lo más importante- ¿cómo evitar un "déficit democrático": una brecha entre las políticas mundiales y la población cuyos intereses se supone que han de reflejar?

Muchas de las críticas recientes de la globalización son irracionales o algo peor. Pero es también cierto que muchos millones de nuestros ciudadanos se sienten legítimamente inquietos por el problema de la pobreza, la educación y las desigualdades de ingresos, la salud de nuestro planeta, la seguridad de los alimentos de sus hijos o los derechos fundamentales de sus conciudadanos. Son éstas cuestiones muy importantes y complejas, tal vez demasiado para resolverlas en la CNN o en grupos de debate por Internet, pero también demasiado importantes para confiarlas únicamente a burócratas internacionales.

Se plantea aquí un cuarto desafío de primera importancia: el de lograr una orientación rectora en esta era de planteamientos globales. No es nada sencilla la tarea de movilizar el esfuerzo colectivo y la imaginación en unos momentos en que no nos enfrentamos ya a un enemigo común, sino a miles de problemas complejos. La guerra fría no era tan sólo una cuestión de intereses geopolíticos encontrados, sino también un choque de ideas: democracia contra totalitarismo; libertad contra control del Estado. Pero el "cemento" de la guerra fría se ha quebrantado. Existe el riesgo de que los pormenores de la técnica eclipsen las grandes ideas. Las admirables alianzas quedan empequeñecidas por pugnas y rivalidades triviales.

Tampoco hemos articulado una visión clara de cómo debiera ser un nuevo orden mundial. Hace un siglo, los estadistas que proyectaron el sistema de posguerra -las Naciones Unidas, Bretton Woods, el GATT- se sintieron profundamente influidos por las “lecciones” compartidas de la historia aun cuando su política y sus actitudes fueran diferentes. Todos habían vivido el caos económico de los años treinta, cuando el repliegue sobre sí mismos había conducido directamente a la descomposición del comercio internacional, la Gran Depresión y, por último, la guerra mundial. Todos ellos -incluso las potencias derrotadas- convinieron en que el único camino para la reconstrucción y la paz consistía en construir una estructura internacional completamente nueva: enraizada en los valores de la libertad, la apertura y la interdependencia.

El fin de la guerra fría no alumbró una demanda similar de un nuevo sistema internacional. Por el contrario, el triunfo sobre el comunismo soviético vino a reforzar el statu quo. Alentó la creencia de que habíamos alcanzado el “fin” de nuestros debates, ya que no el fin de la Historia. Y esa política exterior pudo caer en el olvido ante inquietudes nacionales más apremiantes. El resultado es una cierta sensación de parálisis frente a muchos de los retos que plantea la globalización: la conciencia de las colosales tareas a las que nos enfrentamos y, aun así, la incapacidad en que hasta ahora nos hemos visto de forjar una visión y una línea rectora colectivas para seguir adelante.

III

Hoy día nos encontramos frente a una nueva realidad. Si el reto de los 50 últimos años era abordar un mundo dividido, el reto del futuro es abordar un mundo interdependiente. Nuestro panorama institucional y mental habrá de cambiar. Los hechos acaecidos el pasado año, y en especial en los últimos meses, ilustran claramente que el statu quo ya no es suficiente. Que en esta economía mundial cada vez más globalizada, sin fronteras, donde el comercio, las inversiones, la tecnología y la información circulan por el planeta de manera cada vez más instantánea y cómoda, no podemos confiar ya en nuestros antiguos instrumentos normativos y nuestros viejos planteamientos. Los acontecimientos nos dejan atrás. Hoy día necesitamos responder a los retos que se nos plantean con la misma clarividencia y la misma imaginación que inspiraron a los arquitectos del sistema de la posguerra hace ahora 50 años.

¿Qué se ha de hacer? Evidentemente, no es éste el momento de programar el cambio. Es el momento de inculcar en las mentes la necesidad del cambio. Y -lo que es más importante- el momento de adoptar una visión y unos objetivos más amplios. Permítanme que esboce en líneas generales el rumbo que se ha de tomar:

En primer lugar, debemos sustituir el liderazgo predominantemente unilateral por un liderazgo más colectivo y con un reparto de responsabilidades más equilibrado. No quiere esto decir que el liderazgo de los Estados Unidos sea por eso menos importante. Por el contrario, es cada vez más esencial porque lo que el mundo pide a los Estados Unidos es mucho más difícil y más complejo. Durante la guerra fría, la tarea rectora versaba sobre solidaridad, disciplina, posibilidad de uso de la fuerza en la defensa común de nuestros valores. En cambio, en un mundo interdependiente esa tarea rectora es el arte de la cooperación y el consenso; del reconocimiento de que nuestros intereses nacionales son, de manera creciente, intereses de ámbito mundial, y de que nuestra seguridad nacional depende cada vez más de la seguridad de los demás.

Los dirigentes habrán de explicar a su audiencia que la política económica internacional trata de algo más que de exportaciones y empleos, por fundamentales que éstos sean. Trata de la gestión de un mundo más interdependiente; de la seguridad y de la prosperidad, y de una participación activa en el sistema internacional y las organizaciones internacionales. Los dirigentes habrán de explicar una de las contradicciones de esta época nuestra globalizada: que sólo permaneciendo aislados se renuncia a la soberanía.

En segundo término, no podemos ya analizar los problemas a través de un prisma reducido, sectorial. Necesitamos afrontar los retos que se nos plantean desde una perspectiva más amplia, como piezas de un puzzle interconectado y más vasto. De manera creciente, la interdependencia económica plantea numerosos problemas que ignoran ya fronteras y jurisdicciones, desde las inversiones y la política de competencia a las normas ambientales, las cuestiones del desarrollo, la distribución de los recursos, las normas del trabajo, las cuestiones sanitarias, los derechos humanos y la seguridad exterior. Y, de manera creciente, dependemos de los demás: en cuanto a la estabilidad financiera, el desarrollo económico, la seguridad ambiental e incluso la reforma política.

Desde esta perspectiva, la crisis actual brinda una oportunidad y entraña un peligro. El peligro de que al centrar nuestra atención en la necesidad inmediata de impedir un nuevo contagio en los mercados financieros, corremos el riesgo de pasar por alto las causas subyacentes de nuestras dificultades: los árboles pueden impedirnos ver el bosque. Pero también puede ser una oportunidad si nos señala cómo esos problemas a los que nos enfrentamos forman realmente parte de un desafío global de mayor amplitud … y exigen soluciones de ámbito igualmente global. Tan pronto como hayamos restaurado la confianza en los mercados financieros mundiales, se alzarán voces aún más sonoras pidiendo una solución apropiada para los problemas del medio ambiente, los derechos humanos, las normas del trabajo, las preocupaciones sanitarias, las desigualdades internacionales o la delincuencia y el terrorismo mundiales. Todas esas voces estarán en lo cierto.

También necesitamos definir un foro más amplio para atender esos problemas más complejos. Por ejemplo, ha llegado el momento de construir una entidad que se ocupe de los problemas del medio ambiente: ¿del mismo modo que en 1994 creamos la Organización Mundial del Comercio para situar el comercio internacional sobre una firme base institucional? ¿Debemos ir más allá y crear un marco institucional más amplio para atender todos nuestros asuntos sectoriales y regionales interconectados?

Después de la guerra, creamos las Naciones Unidas, la OTAN y otras entidades con las que restablecer el crecimiento, la paz y la seguridad en un mundo devastado. En un mundo en el que los nuevos riesgos de inestabilidad internacional obedecen también a crisis financieras o a la degradación del medio ambiente, ¿no habremos de pensar en nuevos mecanismos con los que mantener nuestra seguridad colectiva? No estoy convencido de que haga falta una nueva serie de instituciones internacionales. Lo que hace falta es una nueva orientación en la que se dé prioridad a los retos que plantea la globalización, y un nuevo compromiso para con la coherencia de las normas mundiales de las estructuras existentes: para reinventar las instituciones que ya tenemos. Lo que necesitamos es una nueva línea de transmisión para la voluntad política de nuestro liderazgo colectivo.

Y esto me lleva a mi tercer argumento: que sólo podemos empezar a construir un sistema verdaderamente global basándonos en un consenso más amplio. Nuestro éxito en la eliminación de las barreras económicas que nos separaban fue fruto -y no causa- de un vasto consenso sobre el valor de la liberalización del comercio sujeta a normas comunes, penosamente forjada a lo largo de los 50 últimos años. Del mismo modo, sólo alcanzaremos soluciones globales a los otros muchos problemas pendientes en el plano internacional -medio ambiente, desarrollo, normas del trabajo, derechos humanos, cuestiones sanitarias, etc.- estableciendo el mismo tipo de consenso desde el principio. Y el consenso únicamente puede alcanzarse mediante la tarea rectora.

Sería profundamente erróneo suponer que un nuevo orden mundial puede imponerse de algún modo a los demás; que existe un atajo para el consenso internacional a través de la presión o la coerción. Las únicas normas que tienen legitimidad -y, por lo tanto, son ejecutorias- son las normas que se han acordado por consenso, como hicimos en la Organización Mundial del Comercio. El consenso, lejos de debilitar el sistema o de refrenarlo, ofrece -y estoy cada vez más convencido de ello- el único fundamento futuro para la cooperación y el progreso económico internacional. El unilateralismo no persuadirá a ningún país de la vigencia de los valores que otros sostienen. Este planteamiento es, de hecho, indicio de debilidad y no de fuerza. Refleja una falta fundamental de confianza en que los derechos o valores de unos puedan ser compartidos libremente por los demás.

IV

Oímos muchas críticas -en estos tiempos- de la globalización y del papel que desempeña la crisis actual. Pero la globalización no es una política que se haya de juzgar acertada o errónea. Es un proceso impulsado por las realidades del cambio económico y tecnológico. Hace 200 años, las máquinas de vapor lanzaron la primera revolución industrial. Un siglo después, la producción en serie y el transporte masivo inauguraban una segunda revolución industrial. Cada una de ellas condujo a un cambio fundamental en la organización de la producción y en el cometido de los gobiernos. Actualmente, una revolución en las comunicaciones y la informática -revolución digital- está configurando el panorama económico mundial de manera no menos poderosa.

Y, al igual que en las revoluciones anteriores, la globalización suscita sus propias contradicciones: entre lo que podemos conseguir con la tecnología y lo que podemos abarcar en los planos de la política, las instituciones y las emociones. Pretendemos comprender la interdependencia global, pero en algunos aspectos la opinión pública parece más replegada sobre sí misma que nunca desde 1930. Comprendemos la necesidad de cooperación internacional y de instituciones, pero nos resistimos a aceptar la injerencia en asuntos internos. Deseamos el imperio internacional de la ley, pero solamente si refleja nuestras normas y nuestras leyes. El resultado es que nos encontramos entre dos mundos: entre el mundo globalizado del mañana, y el mundo de los intereses nacionales, antagonismos y perspectivas del ayer. Internet coexiste con Kosovo.

Existen tensiones que solamente pueden resolverse con una tarea rectora y una visión de proyección global. La disyuntiva a la que nos enfrentamos -como la crisis actual ha mostrado con tanta nitidez- es la siguiente: avanzar basándonos en normas comunes o basándonos en el poder. La disyuntiva es: estabilidad o incertidumbre; consenso o antagonismo; un futuro en unión o retorno a nuestro pasado de división, con todos sus enfrentamientos y tragedias.

La manera de salvar los escollos en los meses y años venideros dependerá de la elección que hagamos hoy. Pues, en realidad, la crisis financiera no es más que la punta del iceberg. Lo que necesitamos es mejorar el método de abordar esta nueva interdependencia compleja y creciente que llamamos globalización. Precisamos de una nueva orientación para fomentar una mayor participación y responsabilidad de los países en desarrollo, y para promover una mayor comprensión, por parte de todos nosotros, de que los problemas que se nos plantean desbordan con mucho el ámbito de la política sectorial.

La semana pasada, cuando preparaba mi discurso para esta reunión, leí dos artículos el mismo día: uno firmado por Jeff Garten en el International Herald Tribune, en el que propugnaba la creación de un Banco Global, y otro en el Economist, donde se exponía la idea de una moneda mundial. No voy a predecir cuántos años necesitaremos para contar con una moneda mundial ni si llegaremos a verla algún día. Pero lo que quiero decirles es que para superar la crisis actual necesitaremos clarividencia, necesitaremos valor, necesitaremos mirar más allá de las próximas semanas o los próximos meses … como hicimos al final de la guerra, y, más que nunca, necesitaremos construir algo cuyo impacto desborda, con mucho, nuestras fronteras nacionales o regionales.

Dije al principio que, según nuestra experiencia de los 50 últimos años, la imaginación ha triunfado siempre sobre el escepticismo. Tal ha sido el caso del Muro de Berlín, sin una guerra; o de la construcción europea, que de un continente devastado y dividido ha dado paso a una unión aduanera, a un mercado único y, actualmente, a una moneda única. Ésa ha sido también la contribución de esta gran nación en nuestros tiempos. Permítanme decir que necesitaremos esa misma imaginación una vez más en nuestro intento por construir un verdadero sistema global: un sistema basado en normas y no en el poder. Muchas gracias.